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PUEBLOS Y AMANECERES ANTIOQUEÑOS

El amanecer en un pueblo frío de Antioquia

Amaneció aquel lugar envuelto en niebla tan espesa, que entre las cocineras que madrugaron a coger el agua en los chorros de la esquina del Cabildo, hubo choque y quebrazón de ollas de calabazos. El Sacristán, arrebujado en su bayetón, y, en su manteo, el Cura, hicieron sonar los zuecos en las empedradas aceras y tocaron a misa; más de un perro, hecho una rosca, tiritaba por ahí contra una puerta; las vacas hechando vapor todo el cuerpo, reclamaban sus crías en los cercados; éstas contestaban desde adelante, pero nadie salía a los ordeños; pajaritos cantores no se oyeron, sino que la lora del Cura, después de pedir repetidas veces al lorito real que sacara la pata, entono el Santo Dios con lengua más estropajosa que de costumbre. Despeinadas y flechudas, se andaban por todas partes las gallinas, escarba que más escarba, comadreando si Dios tenía que; en tanto en que unos puercos protestaban de la argolla y de la horqueta con gruñidos de amenaza, hociqueo en las paredes, estregamiento contra las esquinas.

No bien los tules aquellos se descorrieron, y el rayo amortiguado de un sol anémico despuntó por detrás de la torre, se abrieron los balcones de la casa de don Juan y misiá Nicolasa salió a tender en la baranda los pañales del pequeñuelo; y detrás de ella, otras madres que, a falta de balcones, extendieron sus trapos en taburetes, frente a las puertas de sus respectivas casas. Un capítulo de gallinazos, graves y meditabundos, que también asoleaban sus ropas en las alturas de la basílica y en el palacio municipal, se desgajaron cautelosos, atraídos sin duda por aquellas bayetas de parvulillo, mientras que otros, más muchachos y traviesos, se agolparon al frente de la carnicería, por ver si si lograban una parvidad de piltrafa. Abrió el herrero la fragua; los de la renta, el estanco; señó Benjumea, el ventorrillo; don Juan Herrera, la tienda; y principió el palpitar febricitante, el hervir de la gran metrópoli.

Qué tiene que ver las Semíramis! Grandiosas fábricas de vara en tierra, de bahareques, de techumbres de rabihorcado, ahora juntas, ahora dispersas; altos y bajos relieves de boñiga en muros y pavimentos; mosaicos de chorretas y rayones por donde quiera; avenidas alfombradas de yuyoquemao, de abrojo, de espaldilla.

Filigranas de espartillo y de helecho visten los muros de huertos encantados; sobre aleros de paja y de terrón se espacian la verbena y la sarpoleta y se desata en bucles la acedera; extienden los morales sus espinosas ramazones a través de las verjas de macanas; por los valladares de madera preciosa de caunce y de sietecueros se entretejen la batatilla y la batata; túpenlos y refuérzanlos el lenguebuey y el barbasco... tal vez para que alguna vaca invasora vaya a paderdese entre aquellas victorieras que, cual las huestes napoleónicas, han sepultado las mafafas, confundido los achirales, invadido hasta el cogollo los arrogantes platanales, puesto en duda la existencia de los chiqueros, borrado las fronteras y enredado la geografía de aquellos continentes.

Cuál la insensatez humana que paga tributo al lodo inmundo, bordan las márgenes de El Sapero sauces llorones que lo besan, chachafrutos que le riegan sus pétalos purpúreos; borracheros que le adulan con la grosería de sus perfumes y la hipérbole de sus flores, dragos que enrojecen sus hojas por adornarlo.

En la Ciénagas, vestidas de espadaña, agitan los yarumos su follaje de doble faz; en las hondonadas se yergue el zarro, esa palmera de la tierra fría; en los collados ostenta la flor de mayo su ríspido ramaje y su tricolor eflorescencia; descuélgase por las breñas el colchón de pobre; el helecho se prodiga por donde quiera; y por allá, de trecho en trecho, como caricatura de custodia, se empina, desairada y grotesca, tal cual mata de girasol.

Cubre este lujoso presetero de la naturaleza un riñón atrdeiado de los andes. Sobre él a horcajadas está el pueblecito. Los gallinazos, esos poetas que giran en la altura, deben contemplarlo desde allá como el delineamiento de un alacrán. Las dos callecitas de El Alto, curvadas asimétricamente, son las antenas; la plaza larguirucha, el cuerpo; las tres calles que medio arrancan de ella a lado y lado son las patas; y, por último, forma la cola con todo y nudos, la llamada Calle abajo. De modo que la escuela viene a quedar en la ponzoña. La paja de los techos, las paredes húmedas o empolvadas, el humo, las telarañas, el abandono, hacen de aquella aldea un mugre, un harapo de villorrio. El cielo que lo cobija parece de zinc lo mismo en invierno que en verano. Tiene las hermosuras de la miseria, la poesía de la tristeza, la nota pintoresca del desamparo: dijérase una gitana convertida en pueblo. (Carr. Dimitas). Diccionario Folklórico antioqueño

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