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CIRO DE MEDELLÍN

Cuando le conocí, el maestro Ciro Mendía estaba completamente ciego, y se veía obligado a depender de personas que le robaban a cambio de la más mínima caridad.

El maestro Ciro Mendía, que había escrito tan jocundos versos,
estaba en ese año de 1978 sin un plato en qué comer, pero tampoco tenía qué comer ni comía.
Tomaba aguardiente con cáscaras blancas de limón, y se arrastraba hasta el andén para rogar a algún transeúnte apresurado que le tomara al dictado los versos que había compuesto durante su día de insomnio, pero nadie tenía tiempo para ocuparse de semejante cosa, y el poeta repetía sus versos hasta que se le olvidaban. Le habían hecho completamente a un lado por sus ideas "de izquierda", que nunca supo lo que hacía su derecha, porque la mano izquierda es analfabeta.

En ese Medellín pedestre que frente al mundo tiene una sola pregunta: "¿Cuánto vale?" (como los gringos), y una sola respuesta: "¿Cuánto me rebaja?", Ciro Mendía tenía el orgullo y la dignidad y la nobleza de la vieja raza, y en la práctica había dejado de ser antioqueño, pues nunca me preguntó "¿Cuánto le debo por su abrazo?", "¿Cuánto me paga por el mío?" –"Aquí tiene un abrazo gratis, le deseo suerte, caballero, y le encimo esta mano huesuda que ya no me sirve para nada".
Cuando le dieron el "Hacha de Antioquia", –esa hachita dorada, un bibelot– él la recibió y permaneció en silencio.

Cuando todos los visitantes se fueron me dijo: –"¡Tantos rayos que caen, y no caerme uno a mí!" Ya estaba muy triste y muy flaco el maestro Ciro Mendía cuando le conocí.
El gobierno local le había retirado la modesta pensión que le permitía sobrevivir, porque también estaba muy viejo, y sólo la Fábrica de Licores le mandaba botellas de aguardiente, que es lo único que ha dado Antioquia, todo el orgullo de los antioqueños –ese falso orgullo– reducido a sus borracheras de aguardiente.

No se resignaba el altivo maestro Ciro Mendía, no se resignaba sin embargo, y en la nobleza de su rostro, en sus finas manos, en el ademán caballeroso, en sus elegantes palabras, el poeta trataba de alzarse de sus cenizas, y en un esfuerzo sobrehumano trataba a cada rato de volar. Pero ya sus huesos estaban muy tristes y todos quebrados desde la muerte de Vladimiro,
y no era cuestión de buena voluntad, ni de fuerza de ánimo, sino un simple problema de gravedad.

Con Vladimiro su hijo y con el Espíritu Santo, "esa paloma estúpida", que sin embargo representa la inteligencia como propiedad de la materia, se encuentra en el reino de las chicharras y el cagajón, que los mulos ponen gratis pero los antioqueños lo recogen para venderlo por libras de 400 gramos.
El maestro Ciro Mendía, honor de su raza y de su pueblo, me habla desde sus versos con entereza, con amor, con ternura y con ese humor a la antioqueña que tanto hace reír al diablo.
No me habla desde su estatua, porque en Medellín no hay ninguna estatua de Ciro Mendía, ni maldita la falta que hace.
Si hubiera sido un poeta antiguo hubiese tenido su estatua de mármol, del epicúreo mármol de Paros.

Pero a pesar de ser antioqueño no tenía depósito de ahorros, ni propiedad raíz, ni era socio de nada, ni estaba autorizado a portar tarjetas de crédito, es decir, no era nadie, pues en esta tierra donde cada poeta se considera el mejor del mundo, él apenas se atrevía a ser el mejor de su calle. Quedó con la fama de no ser un poeta serio, porque no creía en nada, pero de todos modos nos dejó esa risa maliciosa, socarrona, comprensiva, que desborda inteligencia, bondad, aceptación y perdón. No digo que no ha muerto, ni que está en el Cielo, ni digo que resucitará, ni mucho menos que reencarnará. Digo que el Universo se construye a sí mismo, porque el Universo es Dios.


Jaime Jaramillo Escobar

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