Un
hallazgo de arqueología periodística:
en 1949 la legendaria Selecciones
del Reader´s Digest publicó
un artículo sobre Medellín.
Es éste.
Háblele
usted de Medellín a un agente
de viajes y lo más probable
es que necesite acudir al mapa para
saber dónde queda. Lo cual
se debe a que esta ciudad colombiana
no hace esfuerzo alguno por atraer
al turista, no exhibe valiosos cartelones
orlados de orquídeas, con bañistas
al borde de soleadas piscinas ni hace
alarde de su clima perfecto, de su
cortés hospitalidad, de sus
tentadoras comidas, de todas las comodidades
de la vida moderna en un medio al
que tres siglos han impartido exquisita
madurez. Aunque no los pregone, Medellín
posee todos los encantos más
otros valiosos haberes: minas de oro,
plantaciones de orquídeas,
tierras de café privilegiadas,
industrias que son modelo de eficiencia
y un pueblo admirable.
La
mejor manera de llegar a esta interesante
ciudad es volar sobre las altas montañas
que encierran casi completamente el departamento
colombiano de Antioquia, cuya extensión
es de 75.000 kilómetros cuadrados.
Aterriza el viajero en un largo valle
oval donde se extiende Medellín
con su resplandeciente centro comercial
ultramoderno y sus barriadas de techos
rojos que van siendo menos numerosos a
medida que ascienden por las verdes faldas
de la cordillera. De uno de los más
atractivos aeropuertos de Sur América,
el viajero es conducido entonces rápidamente
a uno de los mejores hoteles.
Medellín
es ciudad de repentino auge que en diez
años vio aumentar en 100.000 el
número de habitantes. Su población
total asciende hoy a 265.000; pero a no
ser por la abundancia de nuevos edificios
no podría uno sospecharlo. El tránsito
es silencioso: el reglamento urbano prohíbe
tocar las bocinas de los automóviles.
Sus calles son las más limpias
que he visto desde Canadá hasta
la punta de Chile; al transitar por las
del centro durante el día se deleita
uno viendo cómo crecen las orquídeas
en los árboles que las sombrean.
Si las recorre por la noche, siente uno
un acogedor aire de hospitalidad cuya
razón no comprende hasta que nota
que en el dintel de cada puerta hay una
luz encendida. Esto también por
disposición municipal.
Medellín, situada a siete horas
de Miami por avión, está
sólo a 692 kilómetros al
norte de la línea ecuatorial, pero
su altura es de más de 1500 metros
sobre el nivel del mar. De ello resulta
una temperatura media de 21 grados centígrados
casi constante durante todo el año,
es decir, un tiempo como para disfrutar
la natación durante todo el día
y de la tibieza de los cobertores a la
hora de dormir.
Aquí
puede uno reírse de la creencia
de que todas las gentes del trópico
son perezosas. Las campanas de las iglesias
llaman a misa todos los días desde
las 4:30 de la mañana; las barberías
y las tiendas de víveres se abren
desde las seis y a las siete la ciudad
se halla toda en plena actividad. Pero
no hay bullicio ni nadie atropella a nadie.
La gente lleva al trabajo sus buenas maneras,
su sonrisa y su religión. En la
mayor parte de las fábricas hay
un nicho donde se venera la imagen de
un santo; en una fábrica de textiles
conté 20 de esos nichos. Pero ello
no significa que la solemnidad piadosa
se imponga en todo: éstas son gentes
que cantan en las calles, que en sus charlas
de café se muestran alegres y chistosas
y que lucen en sus bailes espíritu
festivo y espontáneo. La religión
es el factor equilibrante de una vida
feliz.
Byron
Canney, que fue a Medellín procedente
de Massachusetts en 1911, con el objeto
de atender a las inversiones mineras de
su padre, y que desde entonces ha permanecido
allí, ilustra este concepto optimista
de la vida con el siguiente relato: el
ascensor de nuestra deicina estaba en
reparación el día que don
Juan Uribe fue a buscarme. Trepó
cinco pisos para llegar a mi deicina y
hablarme, con el entusiasmo de un muchacho,
sobre un proyecto de negocio que con toda
probabilidad no empezaría a dar
rendimiento antes de cinco años...
y don Juan es hombre de 90 inviernos.
¿Qué
es lo que sostiene a esa simpática
civilización? Un hondo sentido
del bien común. Dice el industrial
Carlos Echavarría «Nunca
ha habido aquí marcadas divisiones
de clases. Hemos tenido que depender los
unos de los otros, concedernos unos a
otros iguales oportunidades de avanzar».
La empresa textil de valor de 15 millones
de dólares que ha establecido Echavarría
es el mejor ejemplo para respaldar su
tesis. La mayor parte de los 13.500 accionistas
son empleados, pequeños comerciantes,
granjeros, mecánicos, sirvientes.
Los 8000 obreros de la fábrica
compran alimentos, vestidos y otros artículos
de primera necesidad a precio de costo
en las tiendas de la compañía
y pagan sólo una quinta parte del
arrendamiento normal por sus modernas
viviendas. El obrero que completa 25 años
de servicio a la compañía
recibe como obsequio la casa que ha venido
ocupando. Muchas otras industrias proceden
en forma análoga.
El
territorio de Antioquia fue explorado
en 1541 y el caserío que hoy es
Medellín se fundó en 1616.
El hallarse tan aislada hizo de aquella
región una especie de refugio para
los duros vascos españoles, pueblo
independiente que no se sentía
a gusto bajo los reyes de España.
Muchos de ellos llevaron a sus esposas
e hijos, y aún hoy la veta vasca
pura predomina allí. Pero los vascos
encontraron en el territorio una tribu
indígena de civilización
adelantada, los catíos. Indígenas
y españoles se entendieron desde
el principio, y en vez de conquista de
una raza por otra se realizó una
amigable combinación de las dos.
Hoy en día este es el único
lugar de los países indoespañoles
donde no se percibe la supervivencia del
conflicto oculto entre consquistadores
y conquistados.
Durante
250 años estas gentes vivieron
detrás del muro en sus montañas
labrando la tierra para su propia subsistencia
y explotando placeres minerales. El contacto
sostenido con el mundo exterior no comenzó
sino con la creciente demanda de café
a fines del siglo pasado. Hasta 1914 no
se dispuso de la línea del ferrocarril
de 193 kilómetros que atraviesa
por un túnel la cordillera y termina
en Puerto Berrío, a orillas del
Magdalena, río por el que navegan
barcos que van al mar. Aún hoy
las rutas de salida de Medellín
son largas y tortuosas combinaciones de
carreteras, ferrocarriles y vías
fluviales.
Con
la sola excepción de Berlín
durante el bloqueo, esta ciudad puede
considerarse como la más dependiente
del servicio aéreo. Hasta 60 aeroplanos
por día, la mayor parte grandes
transportes de carga, llegan allí
después de pasar casi rozando las
cimas de las montañas. Víveres
y gran parte de la producción industrial
se mueven por aire, y por aire van las
remesas de orquídeas que se hacen
al exterior.
Un
antioqueño cuyo osado espíritu
de progreso abrió al fin puertas
a Antioquia, es un hombre de sobresaliente
estatura y 63 años de edad, don
Gonzalo Mejía. En 1909 viajó
como joven rico por Europa y quedó
fascinado por la maravilla del día:
el aeroplano. De la fértil imaginación
de don Gonzalo pronto derivó una
idea aplicable a la navegación;
se podría hacer uso de pontones
movidos por hélices de avión
para navegar sobre los trayectos poco
prdeundos del Magdalena en donde los bancos
de arena impiden la normal navegación
de buques de calado normal. En París
y Nueva York gastó cinco años
y una fortuna persiguiendo la realización
de ese sueño. En 1915 su deslizador
acuático acortaba ya un 70 por
ciento el viaje de la altiplanicie colombiana
a la costa del Caribe; pero entonces la
primera guerra mundial paralizó
el tráfico por el río. A
la terminación del conflicto el
empresario se hallaba en quiebra.
Mejía
tuvo que sostenerse entonces con lo que
le dejaban la enseñanza de idiomas
y un negocio de dulces. Pocos años
después había construido
en Medellín el primer edificio
de grandes proporciones para hotel y deicinas,
en el cual estaba comprendido un teatro
para 4 mil espectadores y se ocupaba a
la vez, de producir las primeras cintas
cinematográficas colombianas. Esta
incipiente empresa de cine fracasó
en la crisis de 1920, pero la pérdida
sirvió para despejar la vía
a un proyecto que Mejía había
estado acariciando desde que vio por primera
vez una hélice. Consiguió
el capital necesario y formó lo
que ahora es una de las más activas
líneas aéreas domésticas
del mundo.
Desde
entonces hasta hoy ha agregado a la empresa
otras dos líneas, una de ellas
destinada especialmente a resolver el
problema de abastecimiento de carne para
Medellín. Las mejores tierras ganaderas
están a una distancia de 725 kilómetros
de este centro de consumo, y la costumbre
del país ha sido llevar el ganado
caminando a través de las montañas
en un viaje de 25 hasta 40 días,
lo que impone un desgaste de cerca de
90 kilos de peso a cada res. Por la línea
de Mejía se transporta la carne
en dos horas, y se lleva no sólo
a Medellín sino a otras ciudades
y a los campos petroleros.
La
característica que más justamente
podría llamarse común a
los habitantes de esta simpática
ciudad es un sentimiento de igualdad,
muy semejante al de los cuáqueros.
Mejía, por ejemplo, es dueño
de una compañía de taxis,
y cuando llevó uno para que fuéramos
a recorrer la ciudad, me sorprendió
ver al chdeer sentado en el asiento de
atrás. «No sé todavía
a dónde tendremos que ir; por eso
he decidido guiar yo mismo», explicó
don Gonzalo.
Cuando
nos detuvimos en una esquina, al dependiente
de una tienda cercana, después
de mirar sonriendo al distinguido caballero
que guiaba el auto mientras que en el
asiento de atrás iba el chdeer
muellemente recostado, le gritó
a éste:
�¡Qué
chdeer tiene, joven!
Don
Gonzalo, el chdeer y yo reímos
de buena gana.
Ese
es el espíritu de Antioquia...
un lugar tan civilizado como cualquier
otro que se encuentre hoy en el mundo.
Publicado
en LA HOJA DE MEDELLIN
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