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Pueblo
somos
Por
Ramón Pineda
Esta
Medellín de Tren Metropolitano,
edificios de treinta pisos y grandes intercambios
viales es una suma de pueblos que se dejan
ver cotidianamente
El último potrero
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Un
sábado y un domingo el parque San
Antonio se parece a los rumbeaderos grandes
que existen en las orillas del río
de algún pueblo porteño.
Las avenidas Oriental y Junín avanzan
con su corriente siempre rauda mientras
en sus riveras los inmigrantes llegados
del Chocó, de Urabá, del
Magdalena Medio y el Bajo Cauca conversan
con sus amigos y toman cerveza al son
de la brisa y los vallenatos que tanto
les gustan. En
ese espacio rectangular y árido
la vida de la costa cobra vida. No hay
agua alrededor pero sí mucho espíritu
de fiesta, como si sus frecuentes visitantes
vieran ahí, en esas casetas y esas
bancas al aire libre, un parecido a sus
sitios de origen, a los pueblos de donde
vienen con sus pescadores, su calor y
esa alegría que se siente en la
sonrisa y en el caminar.
Llegó la chiva
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A
pocas cuadras de este pueblo costeño
está el Centro Administrativo del
departamento. A pesar de su imponencia
de cemento que volvió moderno a
Guayaquil, basta con cruzar la ancha calle
San Juan para reencontrarse con algo del
pasado de ese sector que tenía
flotas de buses intermunicipales, aire
de arrabal, plaza de mercado y burdeles:
la evidencia de una Medellín, que
más que ciudad, era la «cabecera
municipal» más importante,
la número uno, de Antioquia.
Ahora, al frente de La Alpujarra, no hay
tanta bulla y movimiento pero sí
una manga grande con cara de establo �sólo
faltan las vacas� y dos cantinas que por
estos días están adornadas
con bombillitos intermitentes y habitadas
por bebedores de guaro que no se quitan
el sombrero ni para ir al baño:
imagen que bien podría ser la del
corregimiento de algún pueblo de
clima templado de Antioquia, un parecido
cercano a Tabacal, que pertenece a Buriticá
o a Palermo que es de Támesis.
Más en el centro, en todo ese corazón
que es el Parque de Bolívar, esta
Medellín de pueblos se revela.
Desde las siete de la mañana de
un domingo comienzan a llegar a la Catedral
Metropolitana señoras de bastón
y mantilla que cumplen con su rito semanal.
Se confiesan, escuchan el sermón,
comulgan y se van a sus casas antes de
que el sector se comience a llenar de
paseantes y comerciantes.
A
medida que transcurre el día, el
atrio de «la construcción
en ladrillo más grande del mundo»
se va poblando. En las escalas se sientan
las parejas, los mirones, los distraídos,
los desocupados, los que buscan compañía.
Los exhibicionistas aprovechan y se les
paran al frente a hacer algún show
y ganarse algunos pesos �sólo faltaría
que sonara música de los negocios
de al lado�. Mientras, el resto del parque,
el que rodea a Bolívar y su caballo,
se va transformando en una plaza de mercado,
que aquí en Medellín, como
en cualquier pueblo de Antioquia, también
tiene su día cumbre: el San Alejo
del primer sábado de cada mes.
Medellín es una ciudad de pueblos,
una convivencia no siempre pacífica
de culturas de otras regiones del departamento,
de gentes que llegaron aquí en
busca de mejores oportunidades o huyéndole
a la violencia rural que es cotidiana
desde hace más de cincuenta años.
En esos éxodos que se hicieron
a pie, en mula, en tren y en bus los «extranjeros»
de otras montañas y otros valles
antioqueños que llegaron trajeron
además de sus corotos, sus costumbres,
sus formas de relacionarse, su acento,
los colores de sus pueblos de origen.
Medellín
es un colcha de retazos, grises como el
cemento, naranjas como el ladrillo sin
pintar de los barrios altos y arcoiris
como todas esas expresiones del imaginario
popular que cada región tiene.
El oriente y sus altiplanos agrícolas,
el suroeste y su café, el nordeste
y su minería, el bajo Cauca con
su pesca y su oro, el Magdalena medio
y su ganadería, Urabá con
sus selvas y bananos y su ganadería
son territorios que se resumen aquí
cotidianamente.
Antes de 1930 los inmigrantes venían
de las zonas rurales cercanas, eran por
lo general comerciantes, mineros y artesanos.
Es desde 1948 que el poblamiento se acelera
con la gente que huye del campo para no
ser víctima de la guerra entre
conservadores y liberales.
Se sabe que en 1950 �cuenta François
Coupe en el libro Historia de Medellín
de Suramericana de Seguros� la población
con menos de una generación de
vida urbana representa la mitad de los
habitantes de esta ciudad con 358 mil
habitantes. A medida que pasan los años,
los inmigrantes vienen de regiones más
lejanas. Los conflictos armados del 70
para acá, sumado a la tecnificación
del campo y la concentración de
la tierra trae a esa selva de cemento
conglomerados del Magdalena medio, el
nordeste y Urabá.
Día de mercado
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Los
inmigrantes poblaron primero el valle,
luego por falta de espacio, doblaron las
montañas y el centro de Medellín
se convirtió a escala en el parque
principal de sus pueblos. La descentralización
del poder administrativo y comercial en
la ciudad viene dándose sólo
de quince años para acá.
El esquema anterior se trasladó
a los barrios.
En Santo Domingo Savio, en lo más
alto del sector nororiental, una calle
llamada Puerto Rico es el lugar donde
converge toda la vida del barrio: allí
llegan y de allí salen los buses
urbanos, ahí están las carnicerías,
las cantinas, la discoteca y el granero
más grande. Por ahí se pasean
los señores de ruana y sombrero,
el papá a caballo y borracho, las
muchachas casamenteras con su pinta dominguera,
los muchachos que juegan dominó
o póker, y entre otras cosas, los
campesinos de los límites de Guarne
que derecen lo poco que les da la tierra.
Allá, a esos confines de Medellín,
los barrios más alejados y encaramados
suben a cada instante camionetas cargadas
de gente y de cosas.
Estos colectivos �transporte informal
los llaman� en poco se diferencian de
los jeeps que viajan a las veredas llenos
hasta la capota. Sus conductores son expertos,
capaces de meterse por cualquiera trocha,
así llueva y relampaguee, bordeando
esos abismos tan fáciles de encontrar
en las tierras antioqueñas.
Pero esa conjunción entre ciudad
y campo no es sólo una característica
de los habitantes de barrios populares.
La cabalgata por la paz �símbolo
ya de la Feria de las flores� que anualmente
recorre la exclusiva zona sur de la ciudad,
con sus caballos y sus jinetes de botas,
poncho, carriel y sombrero evoca esas
imágenes cotidianas de El Retiro
o Ciudad Bolívar cuando los ricos,
los dueños de la finca, salen el
domingo a la plaza para tomarse unos tragos.
La
dualidad entre vivir en una ciudad y añorar
la tierra en que se nació genera
además la creación de las
colonias, que tienen hasta sede. Ciudad
Bolívar, Cocorná, Jericó
y Marinilla cuentan en Medellín
con su asociación de paisanos.
Casi que por cada pueblo hay una colonia,
pero en la mayoría son reuniones
esporádicas para participar en
las fiestas del retorno que anualmente
hacen todos los municipios o apoyar a
las reinas o a los deportistas que llegan
hasta aquí para participar en eventos
departamentales.
Es
en el ritual de los deportes donde más
sale a relucir esa suma de pueblos que
nos conforma. Los domingos, en una plaza
gigante, la del Atanasio Girardot, los
seguidores del Nacional y el Medellín
celebran la victoria de su equipo: antioqueño
que se respete es hincha de los rojos
o de los verdes. Antes de comenzar el
partido gritan con toda pasión
el «yo que nací altivo y
libre sobre una sierra antioqueña».
Con su libertad que perfuma las montañas,
con su hierro entre las manos, con su
hacha que los mayores dejaron por herencia,
con sus olorosas esencias, el Himno Antioqueño
se convierte en el canto que sublima,
que convoca y revela el pueblo, los pueblos,
que somos.
Tomado de" La Hoja de Medellín"
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