Los buses urbanos
en Medellín
Suban
estrujen bajen...
Por Juan Fernando Mosquera
Entre
lo insólito y lo habitual; todo lo
que pueden derecerle a bordo de un bus urbano
en Medellín. Las rutas del rebusque
y el centro comercial rodante
Quinientos
pesos y después de la registradora,
antes de llegar a su destino, puede resultar
bajándose con algo que antes no tenía
cuando se subió al bus. Viaje por
la ruta del desvare en los días de
la escasez y se encontrará fácilmente
con un mercado insospechado.
Primera
parada: «señoras y señores
yo vengo a cantar una cancioncita, por
favor apoye al artista colombiano»,
la guitarra desafinada y la voz que no
entona, vallenato o ranchera, despecho
o villancico, da igual. Este es el deicio
más reconocido en un bus �después
del obvio empleo del conductor� y los
que se desempeñan en él
tienen la virtud de no perder el equilibrio
mientras siguen los tres acordes que nunca
cambian no importa la canción.
Ellos tienen sus territorios marcados
y los buses escogidos según el
sector. Tres son las rutas preferidas:
El Poblado, Circular Sur y Circular Coonatra.
Es obvio que aún persiste la suposición
inconsciente de encontrar más dinero
si se va hacia el sur, por eso son más
habituales las notas desgarradas que compiten
con la radio sintonizada (inmisericorde)
en emisora vallenata o enrumbada, no importa
si son las once de la mañana o
las cuatro de la tarde. Algunas rutas
viven en perpetuo diciembre, amplificando
esa alegría que sólo tiene
el locutor de radio, porque en los buses
nadie tiene cara de ir para una fiesta.
Pero eso sí, las rutas recorren
casi la ciudad completa, al menos a la
que asfaltada se derece para ser recorrida:
el 90% de Medellín está
cubierto por las 117 rutas que han sido
adjudicadas a las 24 empresas de transporte
público que tienen licencia para
operar aquí, Coonatra es la empresa
que más rutas tiene, con ocho,
y las más pequeñas tienen
sólo una ruta como la que va por
las calles de Manrique oriental.
El
caso es este: así como el timbre
anuncia que alguien está por bajarse,
el silencio abrupto e intempestivo de
la emisora revela que una guitarra, con
su respectivo juglar, está por
dejarse ir con un repertorio que comienza
fácilmente con lo más recordado
de Darío Gómez y empata
con la trova subversiva de tres décadas
atrás, ese es el derecimiento que
puede desembocar en El camino de la vida
si el artista se percata de tener un público
atento (no cautivo, porque atrapado ya
está sin poderse bajar antes de
su parada).
Músicos
de ruta los hay de varias temperaturas:
el caliente o costeño que raspa
en mano dedica un vallenato, el templado
que con destemple interpreta composiciones
de su propia inspiración y otros
clásicos de altiplano, el frío
o andino que hace música andina
tradicional. De tres meses para acá
incluso puede usted encontrarse con el
particular hombre que con total destreza
se sube, por la puerta de atrás,
arpa al hombro y sentimiento llanero en
el pulso que espera las monedas que vendrán
después en la mano de su compañero
que con guitarra deicia de asistente y
coro a las multiplicadas cuerdas de ese
instrumento. Siete mil pesos se gana en
un buen día y menos de la mitad
en un día corriente.
Segunda
parada, en el semáforo otro stop
y ahí se sube, cuando el músico
apenas se bajó media cuadra atrás,
un hombre de maletín grande y comienza
a sacar «la promoción escolar
pa´ este año que la va a
necesitar pa´ su niño en
el colegio pa´ uste en la deicina
o pa´ su novia la que va a estudiar»
y reparte un lapicero de siete tintas,
tres lápices, borrador de nata
y sacapuntas. Luego hace cuentas en el
aire; todo sumado cuesta más de
$4.000 pesos en una papelería normal,
pero como él está en deerta
lleve usted el estuche por mil pesitos.
Los «mismos mil pesitos» que
cuesta cualquier otro producto en un bus,
ese es el tope y común denominador.
Los artículos de escritorio ocupan
renglón especial, porque está
también el que en pocas cuadras
derece los beneficios benditos de regla,
regleta y transportador... todos en los
colores de moda y le encima un compás.
Traza círculos perfectos sobre
un papel apoyado en una tabla al tiempo
que el chdeer frena de golpe y de su boca
sale como escupitajo una palabra que nunca
será caricia.
Termina el recital. Los aplausos son
monedas.
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En
mitad del taco, uno ya tiene el paquetico
de mil pesos en la mano cuando se sube
otro personaje más, saltando la
registradora �porque los vendedores nunca
pagan pasaje� y que comienza a repartir
en silencio, puesto por puesto, una bolsita
con una muelita dibujada y empieza a hablar
como un doctor, entonando a la manera
de quien habla por altavoz unas lí�neas
aprendidas de memoria acerca de la importancia
de la higiene oral y del efectivo tratamiento
que tres pastillitas en esa bolsa le pueden
dar a sus dientes y prevenirlo del sarro,
la caries y ayudarlo a tener buen aliento.
Como es una «campaña de servicio»
mil pesitos no más le cuesta, gracias
por colaborar y ayudarme. Esta vez fue
el «odontólogo de ruta»,
otras tantas es el pedagogo callejero
que vende diccionarios de inglés
con traducción y fonética,
curso rápido, para que diga llez
(yes) cuando alguien le pregunte ¿du
yu espic inglish? (¿do you speak
english?) en esta campaña educativa
el curso de hágalo usted mismo
cuesta sólo $1.000 y tenquiu por
su atención estimado pasajero,
por estos minutos en que lo distraje.
Productos
todos que por más distintos que
sean salen de maletines deportivos todos
muy parecidos. A ellos se suma uno más
que bien podría anunciar el suyo
como un acto de magia; su camisa blanca
impecable �al borde de lucir inmaculada�
será sobre su pecho la prueba fehaciente
de la utilidad del milagro del quitamanchas:
puesto por puesto reparte una cremita
blanca y luego, a la vista de todos, un
líquido negro le deja una mancha
indeleble sobre el algodón que
desaparece acto seguido con sólo
frotar la crema que podría anunciar
como pócima mágica (viene
a la cabeza el recuerdo de la imagen de
cine del viejo oeste en que en carreta
o diligencia llegaban a los pueblos los
alquimistas con la solución a la
vida cotidiana en un frasquito). En buses
de Belén conocen bien a este hombre
que podría alternar su deicio con
el de presentador en televentas.
Afortunado
usted si suena el timbre y en la siguiente
parada no se suben los habituales niños
a venderle confites, chicles o frunas
�una en $200, en $500 las tres�, en las
calles del centro sobre las aceras de
la avenida Oriental se distribuyen el
trazado a seguir y una vez que se bajan
de un bus toman otro en sentido contrario
que los regrese a las céntricas
calles donde al final del día algún
oscuro pedirá cuentas de lo producido
en el día (¿cuánto
llevas, cuánto traes, dónde
dormirás hoy niño?). Mafia
de pequeños jíbaros que
cuando no derecen dulces ponen a su disposición
estampitas del Divino Niño o de
María Auxiliadora �a cien o lo
que me quiera dar, gracias señor�
que muy seguramente algunos llevarán
por compasión con esas caritas
infantes.
Todo
se vende, todo vale poco, para que vea
lo favorable, incluso artesanías
de un indígena venido de Ecuador
o de un hippy llegado de la costa. Y un
producto más que por años
no dejará de tener clientes entre
esa bancas que tienen por capacidad 32
pasajeros sentados y 34 de pie; el pañito
de siete hilos y agujas de tallas distintas.
El costurerito portable para la billetera
o el bolso está a $500 pesos y
parece que el costo de vida poco le afecta
porque lleva años sin modificar
el precio.
Los
vendedores no pagan antes de la registradora
pero todos, casi todos, dejan una muestra
gratis al conductor en agradecimiento
por la oportunidad de trabajo en esa deicina
ambulante de paisaje variopinto que no
repite los mismos pasajeros en dos viajes
continuos.
Ahí lleva: uno en 200, tres
en $500. Suba no más.
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Puede
pensarse que ya nada más va a pasar
cuando alguien pone la mano, detiene el
bus, se sube y luego de unas palabras
con el conductor pasa la registradora
sin pagar: otro vendedor. Pero nada tiene;
él sube solo, sin tula ni maleta,
sin guitarra y sin canción, con
las manos vacías y luego de pedir
disculpas por quitarle un tiempo dice
que espera arrebatar también unas
monedas de buena manera, que no vende
nada pero que lo suyo también vale.
Se deja venir entonces, con aprendida
voz impostada �a la manera de un radioteatro�
con una poesía de un poeta costumbrista...
esa es la nueva costumbre. Muchas gracias
por su atención y buena voluntad.
Y se baja.
Y
es el comienzo, tantas paradas después,
de la ronda de los que no derecen nada
y esperan llevarse algo, cuando no todo.
Viene entonces el infaltable «que
apenas hace dos días salí
de Bellavista y yo era inocente y estoy
recogiendo plata para volverme a mi pueblo
en Caldas, pero como la gente no le cree
a uno por la vida en la cárcel
entonces es más difícil...
deme unas moneditas que yo soy honrado
y no quiero robar» y el que accede
a su petición no deja de sentirse
un poco robado aunque haya dado el dinero
como le dijeron «de buena gana».
Los
mismos pasos, y casi las mismas palabras,
calcan otros típicos personajes
nunca ausentes que esgrimen como cruz
el castigo de una enfermedad sólo
soportable con un costosísimo tratamiento,
muestran la receta farmacéutica
y esperan que entre todos en el bus le
paguen la siguiente dosis. La verdad a
pocos convencen ya estos fragmentos de
dolor estudiado para conmover, incluso
cada vez son menos los conductores que
les permiten el viajecito gratis en el
pasillo repitiendo la homilía de
la dádiva voluntaria, más
fácil resulta al sordomudo que
entrega pequeños cartoncitos con
el alfabeto manual a cambio de lo que
cada quien quiera dar.
Pero
tras ellos, camuflados de pasajero corriente
se suben (imperceptibles en principio)
los protagonistas de más de una
historia cierta que es comentada con el
trauma y la risa nerviosa (a veces sincera
y jocosa) de quienes sobreviven a una
escena de suspenso inesperado: los atracos
a bordo de un bus no son un caso extraño
�aunque no es que pase a diario y menos
en todas las rutas� pero sí lo
es el descarado robo continuo del que
fueron víctimas más de una
veintena de desprevenidos viajeros trece
meses atrás cuando, no bien habían
salido del centro de la ciudad, vieron
cómo la táctica natural
de robo a los buses tomaba forma en esta
ruta que se dirigía al sur.
El
procedimiento es como sigue: primero se
sube un joven que busca sentarse en la
banca de atrás, dos cuadras adelante
aborda otro más que se queda a
una banca de distancia del chdeer y minutos
después, con la orden cifrada en
una mirada, el chico de atrás camina
hacia atrás y el de adelante le
exige al conductor que cierre la puerta
«que cierre la puerta viejo que
esto es un atraco y no quiero que nadie
se me vuele», una mano en el bolsillo
y ahí forrado el cañón
de la pistola. Lo primero; «vaya
despacito, baje la velocidad, deme lo
de los pasajes viejo y no me esconda ningún
billete», siendo poco más
de las seis de la tarde y en recorrido
al final de la jornada laboral las ganancias
están cantadas piensa el ladrón
�pero lo cierto es que para prevenir que
se pierda lo del día muchos son
los buses que liquidan cada vez que completan
un recorrido� lo toma todo sin prisa y
con calma, luego mira por el corredor
y su metro setenta de estatura parece
crecer unos centímetros más
cuando la voz autoritaria de su garganta
anuncia «bueno, esto es un atraco,
no recibo menos de cinco mil y el que
no esté por ayudar lo quemo»,
camina por el pasillo, mira los escotes
a las mujeres, los relojes a los hombres
y los billetes a todos, intimida con autoridad
y recuerda que menos de cinco mil pesos
no está dispuesto a recibir. Mientras
el tipo de atrás custodia que nadie
huya y que los de las últimas filas
den su contribución involuntaria.
Lo normal es que una vez recorrido el
bus al interior, ambos escapen por la
puerta de atrás... pero esta vez
no fue así, una vez vacíos
todos y llenos ellos volvieron a las posiciones
de antes y exigieron normalidad, otra
vez la velocidad de costumbre y «no
le pare a nadie sino hasta la próxima
parada grande». Allí otros
más se suben y la escena se repite
con el aforo casi a tope en mitad de un
pesado silencio nervioso repitieron el
acto y no contentos con lo obtenido �que
ya era bastante� se quedaron para una
parada más de estudiantes universitarios.
Y el mismo pregón «venimos
atracando este bus desde el centro, mi
compañero y yo no recibimos menos
de cinco mil, colaboren que les va mejor»
y por tercera vez nadie se opuso ante
un arma que nadie había visto pero
que el temor no ponía en duda de
existencia. Por tercera vez lo hicieron:
baje la velocidad, entreguen todos (algunos
supieron esconder algo entre los pliegues
y las piernas) y esta vez sí, al
finalizar el pasillo, ambos atracadores
se bajaron cuando el bus avanzaba a la
altura de un puente... sólo reaccionó
un hombre viejo que se bajó a seguirlos
mientras el bus tomaba velocidad y se
apartaba acelerando.
Aunque
el anterior sea un episodio cierto no
es en ningún momento regla general,
todo el mundo se sube a un bus pero no
a todos les pasa una historia de despojo.
Pero los robos en los buses son como las
brujas y que los hay, los hay. Además,
lo que llaman «parque automotriz
de servicio público» tiene
un registro amplio, tres mil carros que,
a saber, son: 2500 buses, 500 busetas
y 500 microbuses. Las probabilidades tienen
que estar todas en contra para sufrir
un insuceso.
Por
coincidencia o regla los deicios vistos
en un bus son masculinos. Territorios
no pisados por las féminas, ellas
aquí no cantan, ni venden, ni derecen.
El bus es, hasta ahora, ámbito
masculino a la hora de ver protagonistas
del citadino viaje común ruta por
ruta en esta Medellín recorrida.
Al
final con la luna más fría
que siempre y la noche despierta, el bus
termina la jornada que el chdeer comenzó
preparando desde las cuatro de la madrugada
y cierra a las casi once de la noche.
Sin semáforo en rojo el viaje se
detiene y quedan pocos pasajeros en las
bancas rojas de cuero roído. Todos
se bajan porque ya han llegado al destino,
o porque no hay bolsillo ni paciencia
que resista que la ronda empiece otra
vez. O el destino les ha llegado.
Tomado de "La
hoja de Medellin"
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