Medellín en 1925


Por Ignacio Arizmendi Posada Medellín,
Domingo 3 de Septiembre de 2000

¿Cómo vivía la ciudad? ¿Qué la caracterizaba? ¿Qué tenía para mostrar a propios y extraños?

1925 fue un año de especial significado para nuestra ciudad: cumplía 250 años, motivo más que suficiente para que sus autoridades y habitantes celebraran el aniversario. Pero aquí no voy a referirme a éste sino a como era la ciudad en aquel entonces, cuando el general Pedro Nel Ospina ocupaba la Presidencia de la República y Ricardo Jiménez Jaramillo la Gobernación de Antioquia.
Nicanor Restrepo Giraldo era alcalde de la ciudad al comenzar ese año, sucedido a partir de enero por Alfonso Vieira Jaramillo, que lo fue hasta noviembre, siendo reemplazado durante pocos días por Rafael Restrepo M., que entregó el mando a Nicolás Vélez, alcalde hasta julio de 1929.

¿Cómo vivía la ciudad? ¿Qué la caracterizaba? ¿Qué tenía para mostrar a propios y extraños?
¿Cuáles eran algunos de los aspectos más destacados en aquel ya lejano año? Comencemos un viaje “virtual” por el Medellín de ese ayer, al que todavía recordarán actuales habitantes de la Villa y al que muchos otros nunca se habrán asomado.

Un valle, una visión
El empresario y hombre cívico Juan de la C. Posada, en un escrito suyo de 1925, describía el paisaje de Medellín así: “En el fondo del valle, besando casi las aguas del río, se destacan dos prominencias de forma cónica, situadas a poco más de un kilómetro de distancia entre sí. La primera, al costado norte de la Iguaná, conocida con el nombre de Morro del Volador (…); la segunda, situada frente al puente de Guayaquil, denominada Morro de los Cadavides [cerro de Nutibara], es un poco más pequeña pero de forma más perfecta que la anterior”.

Lo anterior tiene algún valor por la visión que sobre los dos cerros expresaba a continuación: “Cuando Medellín sea ciudad de medio millón de habitantes, o más, envuelta en su seno estas bellas prominencias, ¿no se convertirán ellas en jardines, parque y paseos, poblados de hermosas quintas, a la vera de calzadas automovilarias [en la ciudad había 200 automóviles] en espiral, al estilo de las afamadas alturas de Balboa, en Panamá?”. Sueño que el doctor Posada, de resucitar ahora, vería parcial y pobremente realizado.

En cuanto a su población, hace 75 años Medellín tenía cerca de 90 mil habitantes. Sumados a los “distritos” de Envigado, Itagüí y La Estrella llegaban a un poco más de 120 mil, que en el futuro podrían arribar “holgadamente” a más de un millón, en concepto de Posada, quien resumía de la siguiente manera los rasgos agrícolas de algunos de los lugares del valle: “Sabaneta, Envigado, La Estrella y Prado sobresalen por sus plátanos, yucas, arracachas; El poblado, por sus flores y frutas; Robledo, por sus duraznos, manzanas y fresas; La América, Belén y Guayabal, por la caña de azúcar”. Cultivos de los que hoy apenas quedan sus olores.

Sin embargo, con algo de escepticismo e ingenuidad, se preguntaba: “¿Llegará a poblarse el valle tan densamente como queda expresado arriba”. Difícil es preverlo, máxime si se tiene en cuenta que las grandes agrupaciones humanas se encuentran, por lo común, al nivel del mar o de los grandes ríos, y Medellín está situada en una cuneta andina, a kilómetro y medio sobre el nivel del mar, a grandes distancias de los dos océanos colombianos y separada de la ruta troncal, que no muy tarde recorrerá el occidente del país, por cien kilómetros de carrilera de costosa explotación”. Aunque también manifestaba su optimismo al afirmar que no era utópico esperar que “la ciudad de Aguinaga” fuera uno de los centros fabriles que harían falta para impulsar el desarrollo colombiano, mucho más si estaba “habitada por gentes amantes de las industrias y de las artes, no escasas de inteligencia, y con hulla blanca y negra por doquiera, listas para servir a quienes lo pongan por obra”. Como en efecto sucedió.

Visión que con más seguridad confirmaba el doctor Carlos Gómez Martínez, en otro escrito de la época: “La situación de Medellín es, pues, privilegiada. Colocada la ciudad en medio de la cordillera Central; en un valle precioso por su extensión, belleza y topografía, como pocas en Antioquia adecuada al desarrollo de una ciudad grande; con un clima suave y sano; con abundancia de aguas potables que derraman a lado y lado del río Medellín, de las cordilleras que guardan el valle formando cascadas y torrentes ricos en energía; con yacimientos de carbón explotables, no lejanos, y con una población inteligente y laboriosa, no es difícil predecir su preponderancia en un futuro próximo como la primera ciudad manufacturera del país y como el centro político, social y bancario más importante del occidente de Colombia”. ¡Cuánta razón!

Luego de referirse a otras características del valle y la ciudad, Juan de la C. Posada concluía románticamente: “De lo expuesto se deduce que en el vallecito de La Candelaria nada hay que falte. Antes bien, concurren en él circunstancias que lo singularizan como uno de los más hermosos y atractivos para vivir, que pueda apetecer el hombre más exigente”.

Gestión pública
Para un mejor gobierno, Medellín estaba dividido en dos ramos, uno llamado Empresas Públicas y otro Junta de Obras Públicas. Del primero dependían las siete empresas productivas de la “ciudad”: energía eléctrica, acueducto, planta telefónica, tranvías, feria, plaza de mercado y matadero público. El segundo regía las siguientes dependencias: tesorería de rentas, contabilidad general, ingeniería municipal, deicina de alcantarillado y pavimentación, banco prendario, deicina de estadística, agronomía municipal, proveeduría, almacén, pesebreras municipales, comisión sanitaria, deicina de accidentes, laboratorio bacteriológico, cuerpo de bomberos, planta de clorinación, hospital de tuberculosos, casa de mendigos y hospicio de niños desamparados. Toda una sinfonía de nombres y todo un manjar para los apetitos burocráticos de ayer y de hoy.

Respecto a las ejecutorias de todas estas entidades, don Roberto Arango V., con todo orgullo, las sintetizaba así hace 75 años: “Un servicio moderno y completo de teléfonos, que ya se ha extendido a los corregimientos del municipio y a otros municipios vecinos; la liberación de la planta eléctrica, que antes era de una compañía particular, y el establecimiento de una nueva; el tranvía eléctrico municipal, con ramificaciones de diversos lugares apartados del municipio; la feria de animales, espaciosa, elegante y moderna; el matadero público, arreglado en magníficas condiciones de servicio de higiene; el cuerpo de bomberos, con equipos suficientes y modernos y personal educado, que ha defendido a la ciudad del flagelo de los incendios; el acueducto público, con tubería de hierro, que ha proporcionado aguas sanas y en cantidad suficiente para proveer a todos los vecinos del municipio”.

Y seguía el señor Arango con otras obras: “El arreglo y embellecimiento de los parques públicos; la canalización del río Medellín y de la quebrada Santa Elena, que antes constituían una seria amenaza para la ciudad; la pavimentación de algunas calles, que han quedado hermosas y cómodas; la organización de las Empresas Públicas Municipales, que sirve de modelo a toda clase de organizaciones; el Hospital de San Vicente de Paúl, obra colosal y en alto grado benéfica; la construcción de modernos, elegantes y cómodos edificios, entre los cuales sobresalen el teatro Junín, orgullo de Colombia y de toda la América; el Seminario Conciliar, la Catedral de Villanueva, las estaciones de los Ferrocarriles, los locales para escuelas modelos, la urbanización de importantes barrios, dotados de calles amplias y bien trazadas (…)”.
Obras en las que la discutida figura de “valorización” tuvo mucho que ver: cuando se inició la cobertura de la quebrada Santa Elena, con un presupuesto de 55 mil pesos oro, los vecinos contribuyeron con 20 mil, “conseguidos después de múltiples esfuerzos” (como hoy) por la gerencia de Obras Públicas; y cuando de pavimentar se trataba, el municipio costeaba el 50 por ciento, “y el 50 por ciento restante por cuenta de los particulares propietarios interesados en la obra”. Cosa brava.

Hablando de cifras, el metro cuadrado de pavimento de Junín salió a 6.47 pesos oro y el de Carabobo a 4.90 pesos oro. Mantener el cuerpo de bomberos, dirigido por don Jesús Cock, costaba al año 25 mil pesos oro. Desde su fundación había atendido 147 incendios, de los cuales 53 fueron en 1924 y 1925.
La obra del alcantarillado y pavimentación, iniciada por esas calendas, fue “quizás la más atrevida que haya emprendido el municipio durante estos últimos tiempos”, como se lee en el informe del superintendente de Empresas Públicas Municipales: “Con ella -conceptuaba- se rompió la vieja rutina de no gastar los haberes municipales sino en obras reproductivas, y con ella se inició la transformación de la ciudad”.
Otras de las obras “de mostrar” era el Banco Prendario, que prestaba dinero a los pobres para que no acudieran a créditos de agio y usura, lo cual disminuyó considerablemente el número de prenderías.

En 1925 había estadio municipal, “dotado de todos los elementos necesarios para satisfacer las aficiones de sport, y frecuentado especialmente por los alumnos de las escuelas públicas”.
Y algo increíble: la elaboración del plano de Medellín se tuvo que suspender debido al “escaso personal de ingenieros, ya que quienes estaban encargados de esta obra se retiraron en vista de la mejor remuneración que se les dereció en otras partes”, como reconocía el citado superintendente.

Del espíritu y otras cosas
Se contaba con la Escuela de Dactilografía y Taquigrafía, la que “desde su fundación viene preparando señoritas decentes, todas ellas empleadas con buenos sueldos”, como decían el maestro Antonio J. Cano y Carlos E. Gómez, de la Sociedad de Mejoras Públicas.

“De un edificio viejo, incómodo e inaceptable” se hizo el célebre teatro Bolívar, para que la ciudad tuviera “un teatro decente en un bello edificio”, decencia y belleza que con los años serían víctimas de la torpeza de unos cuantos. A dicho escenario se sumaban el ya mencionado teatro Junín y el circo-teatro España, también adaptado para presentar obras escénicas y películas al aire libre.
El bosque de la Independencia llevaba, en 1925, doce años de iniciado. “Con el andar de los días ha de ser gran paseo de la ciudad”, como ilusionadamente sentían Cano y Gómez. Tenía plantados cinco mil árboles -¿cuántos quedarán?-, y por esos días se utilizaba para carreras de caballos, a pie y en bicicleta, natación en el lago y otros deportes.

Cada quince días había conferencias en el salón de grados (Paraninfo) de la Universidad de Antioquia (recordemos los “martes del paraninfo”), “sobre temas variadísimos, dictadas por lo más selecto del personal antioqueño y por los viajeros ilustres que visitan la ciudad”.

La Sociedad de Mejoras Públicas, de gran presencia también en aquellos lejanos años, premiaba los jardines plantados en las estaciones “de los ferrocarriles del valle”, lo mismo que la mejor vitrina comercial, y celebraba cada año la fiesta de las flores (antecedentes remotos de las recién efectuadas), concursos de cocina, carreras de caballos, exposiciones, etc.
La entidad ya había fundado el instituto de Bellas Artes, que enseñaba música (120 alumnos y 60 alumnas), pintura (85 y 35), escultura (8 y 4), deertas complementadas con la Escuela de Declamación, dirigida por el ibero Ramón Soler Maymó, con 18 estudiantes.

Autores y libros
¿Qué se escribía, qué se leía? ¿Cuánto valían los libros en 1925? Los escasos clientes hallaban, por ejemplo, “Entrañas de niño”, de Tomás Carrasquilla, a 80 centavos; “Juvenilia”, de Abel Frina, a $1.00; “Pensamientos de un viejo”, de Fernando González, a $1,20; “Arrayanes y mortiños”, de Ciro Mendía, a 5 cvs; “Tergiversaciones”, de León de Greiff, a $1,50; “Libro de crónicas”, de Luis Tejada, a 80 cvs. Los más costosos eran “Genealogías de las familias de Antioquia”, de Gabriel Arango Mejía, a $3.00, y el “Tratado de la ciencia de la hacienda pública” del célebre Esteban Jaramillo, a la increíble suma de $6.5.
Al lado de estos títulos se veían otros, que ilustran muy bien una faceta distinta de la época: “Manual del cafetero”, “Tratado práctico de medicina veterinaria”. “Vademécum ortográfico”, “Notas odontológicas y formulario dental”, “Cartilla de contabilidad”, “Manual de instalación de ruedas Pelton”, “Nociones elementales de higiene”.

Medellín turístico
Los turistas que venían por el océano Atlántico llegaban a Barranquilla, en donde se embarcaban por el río Magdalena hasta Puerto Berrío (tiempo: entre cinco y siete días). También era posible tomar un hidroavión en dicha ciudad costeña, que tardaba seis horas en arribar a Berrío. Fuera de los paseantes llegaran en barco o avión, desde este último lugar salían en tren rumbo a la estación del Limón, donde abordaban un automóvil hasta la estación Santiago para tomar otro tren con destino final de la bella Villa. Tiempo promedio: 12 horas.

La ciudad tenía “paquetes” turísticos para los visitantes. Don Ricardo Olano, connotado líder cívico y empresarial de la época, se tomó el trabajo de diseñar y divulgar varios itinerarios para que el viajero no perdiera tiempo. En concepto suyo, lo primero que debía hacerse aquí era subir a la torre de la Catedral (“quizás la única obra monumental de Medellín”, decía) en el parque de Bolívar. “El encargado de los trabajos de su construcción -informaba- presta la llave de la torre”, a la que se llegaba tras subir 264 escalones.
¿Qué divisaba el visitante? Escuchemos a don Ricardo: “El paisaje desde lo alto de la torre es maravilloso: al pie, el parque de Bolívar, que parece una pintura; más lejos, la ciudad con las torres de sus templos; en el confín, hacia el S.E., las torres blancas de la iglesia de Envigado. A la derecha, el río, la estación Villa, la Escuela Modelo, la aldea de Robledo, tendida en la falda del Cucaracho; a la izquierda y atrás, el moderno barrio de Villanueva y los alegres caseríos de Santa Ana; y por todas partes, el valle risueño y las montañas azules pobladas de casitas blancas”.
¡Oh, tiempos! ¿Para qué se morirían los abuelos?
El citado líder cívico también recomendaba, entre otros lugares, los siguientes: el parque de Berrío y la iglesia de la Candelaria; la calle de Boyacá, “dónde vivió y murió Mariano Ospina Rodríguez, presidente de Colombia”, el paseo de La Playa, “con hermosas quintas” y el Palacio Arzobispal; en la plazuela de José Félix de Restrepo, “los modernos edificios de la Universidad de Antioquia y el colegio de San Ignacio, reconstruidos en los últimos tiempos” y la iglesia de San Francisco; la fuente del maestro Cano en la plazuela de San José.

Asimismo sugería conocer: el circo España, “el mejor de Colombia”, la plazuela de la Veracruz; el puente de Colombia, “para ver las obras de canalización del río”; la plaza de mercado, diseñada por M. Carré; la estación del Ferrocarril de Antioquia; el Palacio Amador; la Biblioteca y el Museo de Zea.
Junto a estos paseos peatonales podían realizarse otros en tranvía: a La América, “una poblacioncita situada en el valle a cinco kilómetros de Medellín en un lugar muy pintoresco”; Manrique, el cementerio de San Pedro, el bosque de la Independencia, oriente (Rionegro y Marinilla), Robledo, la feria de animales y Buenos Aires. Paseos en automóvil a Bello, El Poblado y Envigado. Paseos a caballo a Las Palmas, “a dos horas de Medellín por el camino que conduce a la Ceja, con risueñas casas de campo a los lados de la vía y hermosísimos paisajes sobre el valle”, y a la en otra época famosa laguna de Guarne. Y paseos por el ferrocarril de Amagá.

Souvenires
¿Cómo dejar que los turistas se fueran con las manos vacías? Don Ricardo le aconsejaba elegir entre los siguientes recuerdos: una moneda de oro antioqueña, con el dibujo del minero taladrando una roca, hecho por el maestro F. A. Cano; objetos de oro y barro de los indios; granos de oro de las minas de Antioquia; literatura paisa (Gutiérrez González, Epifanio Carrasquilla, J. A. Uribe, Mendía y otros); el álbum de la ciudad, editado por la Sociedad de Mejoras Públicas; sombreros de paja Panamá, fabricados aquí, obras de cuerno y madera y estampillas para colecciones.
Tiempos que fueron, aires lejanos, recuerdos de siempre, nostalgias de nunca acabar.
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Obras consultadas
– Agapito Betancur y otros, “La Ciudad, 1675 – 1925”, Medellín, 1925.
– Jorge Restrepo Uribe y Luz Posada de Greiff, “Medellín”, Medellín, 1981.
– Fabio Botero, “Cien años de la vida de Medellín”, Medellín, 1994.

EL COLOMBIANO

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