Tomado
de la Revista Cambio
Gabriel García Márquez escribe
desde Roma sobre el cardenal Darío
Castrillón, primer colombiano con
posibilidades de llegar a papa.
La cama en que duerme es
la misma en que murió Pío
XII. El cuadro colgado sobre la cabecera
de bronce es una imagen de la Inmaculada
Concepción que perteneció
a León XIII. El apartamento donde
vive es propiedad del Vaticano, a treinta
metros del límite físico entre
Italia y la Santa Sede, y desde el estudio
se ven las ventanas del dormitorio del Papa.
La mayor parte de los muebles son salvados
del naufragio de los siglos por los anticuarios
del Vaticano. Las paredes del corredor,
los dormitorios y el estudio están
cubiertos con estantes de libros en sus
idiomas originales, casi todos de enseñanza
teológica, filosófica y pastoral;
de los grandes clásicos latinos y
griegos, y muy pocos de literatura contemporánea.
Sin embargo, el cardenal
Darío Castrillón Hoyos, a
sus 69 años, vive y piensa en colombiano,
y lo demuestra con orgullo mientras nos
enseña su casa cuarto por cuarto.
Hay cuadros colgados hasta donde los libros
lo permiten. Algunos son antiguos, pero
predominan los de arte popular colombiano,
ligados de algún modo a la historia
pastoral del cardenal. En la capilla donde
celebra la misa, todas las mañanas
a las seis, el altar está hecho con
grabados de artesanía colombiana,
y con un Cristo primitivo tallado sobre
tablas de madera. El cuadro más notorio
y notable, en la sala de recibo, es el episodio
bíblico de la Casta Susana que se
baña desnuda en la fuente mientras
dos ancianos la acechan desde los matorrales.
Su autor es el bumangués José
Ramón Tarazona, que obtuvo el primer
premio en una muestra de arte religioso
convocada por el cardenal Castrillón
cuando era arzobispo de Bucaramanga. El
artista le pintó un velo de última
hora para no escandalizar al jurado, y después
otro velo encima del primero para regalarle
el cuadro al arzobispo.
La verdad es que este paisa
con perfil de águila está
muy lejos de la imagen académica
de un cardenal. Su personal de servicio
son dos religiosas colombianas menudas y
vivaces, de la congregación de la
Sagrada Familia, que mantienen la casa con
el orden y la limpieza un tanto infantil
de los conventos. Son maestras en las cocinas
regionales de Colombia y empiezan a serlo
en las italianas. El cardenal es de buen
comer, pero sus gustos son más nostálgicos
que gastronómicos. Prefiere almorzar
en su comedor para ocho personas, y a menudo
con invitados colombianos. Hace poco sorprendió
al presidente Andrés Pastrana y su
comitiva con un desayuno antioqueño
de fríjoles, arepas y huevos revueltos
con chorizo.
Es admirable que pueda
sostener la casa con su sueldo de Prefecto
de la Sagrada Congregación del Clero:
cuatro millones de liras, que son menos
de dos mil quinientos dólares. El
Vaticano tiene un supermercado interno con
precios humanitarios, pero la mano de obra
italiana no lo es. El electricista le pedía
225.000 liras —unos 120 dólares—
por colgar en el comedor una lámpara
de Murano que no lucía en la sala,
y el cardenal no tenía sino la tercera
parte. Su Volkswagen desgastado lo conduce
él mismo porque no tiene presupuesto
para chofer, y sólo le corresponde
un tanque de gasolina al mes. Su pobreza
resulta aún más irónica
frente a las enormes sumas de dinero que
tiene que manejar por su oficio: ninguna
transación de la Iglesia en el mundo,
que sobrepase el medio millón de
dólares, puede hacerse sin su autorización.
Cuatro cosas llaman la
atención en la casa de un pastor
de almas: un piano de cola en la biblioteca,
un caminador eléctrico y una bicicleta
estática en el dormitorio, y un computador
de alta calidad y precio elevado en el estudio.
No hay problema: el piano es una reliquia
familiar con la que el cardenal inició
sus estudios de música religiosa,
y siguió tocando por vocación
canciones colombianas y algunas piezas de
grandes maestros. "¿Chopin?",
le pregunté con un sesgo de provocación.
Él movió la cabeza: "Chopin
para niños".
La bicicleta y el caminador,
en cambio, son indispensables para un teólogo
puro que no se ha dejado oxidar por los
años, y cada vez que puede practica
el esquí acuático y las carreras
de caballos. La bicicleta la abandonó
por el caminador eléctrico que usa
al amanecer mientras ve los noticieros de
televisión, pero le entusiasma la
idea de volver a usarla cuando se invente
un proyector de video que se controle con
los pedales.
El computador, por costoso
que sea, es de vida o muerte para quien
está obligado a una comunicación
inmediata y constante con todos los párrocos
del mundo. Esto se hizo siempre por correo
a través de obispados y congregaciones,
y el cardenal Castrillón lo hace
ahora con su computador de cuatro gigas,
multimedia, donde ha desarrollado una página
completa: http: // www.clerus.org.
A sólo unas cuadras
de allí están sus oficinas
de la Congregación del Clero, con
un ventanal privilegiado que domina la plaza
de San Pedro y se ven las habitaciones donde
trabaja el Papa. Allí se conservan
los documentos de todas las instancias del
Vaticano, y se concentra la información
y se dirige la acción para que cada
uno de los sacerdotes del mundo se mantenga
al día en el papel de la Iglesia.
El servicio se presta en los siete idiomas
que el cardenal conoce, además del
español: italiano, portugués,
inglés, alemán, francés,
latín y griego, y ahora estudia el
árabe.
No es fácil creer
que este colombiano raro, cruce impredecible
de cultura popular y cautelas renacentistas,
es el mismo que manejó sus dos episcopados
en Colombia con el rigor de un cura de guerra.
La verdad parece ser que desde su ordenación
en el seminario de Santa Rosa de Osos, a
los veintitrés años, entendió
su sacerdocio como una milicia de justicia
social, y la ejerce desde entonces —como
los poetas— con el don sobrenatural
de la inspiración. Así fue
como obispo coadjutor y obispo residente
de Pereira durante veintidós años,
luego como secretario general y presidente
del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam)
y al final como arzobispo metropolitano
de Bucaraman- ga hasta que fue llamado a
Roma para ser elegido como el sexto cardenal
colombiano.
"Así como llamaba
a los pobres a la diligencia y al trabajo
convocaba a los ricos a la distribución
inteligente de los bienes y a compartirlos
para convivir", ha dicho uno de sus
amigos más antiguos. En Pereira,
una ciudad próspera y pacífica,
se enfrentó a la codicia y los vicios
especulativos de los cafeteros. A los que
le mandaban cheques de caridad para apaciguar
sus conciencias se los devolvía con
el encargo de que se preocuparan de las
hordas de desamparados que dormían
en la calle. A muchos, en especial a los
niños, les repartía pan y
café a media noche. Admiraba la lucidez
y el buen corazón de los loquitos
sueltos que se aliviaban el hambre hablando
solos. "En lo que hace referencia a
la vida y a los Derechos Humanos —decía
Castrillón— los locos pueden
tener más razón que los cuerdos".
Cuando empezaron a amanecer asesinados,
no sólo los locos sino los mendigos,
las prostitutas y los huérfanos callejeros,
comprendió que alguien estaba ejecutando
una interpretación salvaje de su
justicia social. El obispo habló
de frente con el Comandante de la Policía,
sospechoso de los desafueros. Como no le
hizo caso lo denunció ante el presidente
de la república en persona, pero
tampoco tuvo respuesta. Entonces tronó
en el púlpito: "Anoche a las
once invité a unos muchachos a tomar
café. Algunos amanecieron muertos
y otros no aparecen. Señor Comandante
de la Policía, contésteme:
¿Dónde están mis hijos?".
La respuesta fue inmediata: los desaparecidos
aparecieron pero nadie resucitó a
los muertos, y el señor Comandante
se fue de la ciudad.
Cuando el narcotráfico
amenazó con borrar del mapa a Pereira
para presionar contra la extradición,
el obispo se disfrazó de civil y
fue a encontrarse en Medellín con
un Pablo Escobar disfrazado de repartidor
de leche a domicilio. Escobar le preguntó
altanero a quién representaba. El
obispo le contestó en seco: "Sólo
represento al que te va a juzgar".
Faltó poco para que se confesara.
Le preguntó si rezaba el rosario,
si había hecho la primera comunión,
si se arrepentía de sus crímenes,
y le dio la noticia de que los únicos
pecados que la Iglesia no perdona son los
que se cometen contra el Espíritu
Santo. Escobar contestaba entonces con respeto,
y aun con humildad. Permitió que
le grabara el diálogo, y por último
le dio un mensaje para el Presidente de
la República: si el gobierno resolvía
no extraditarlo, él se comprometía
a liquidar el cartel de Medellín,
entregar su fortuna y sus armas, y acabar
con el terrorismo. El gobierno no aceptó.
Pero lo que estremeció al obispo
fue que Escobar le dijo al despedirse: "Si
tengo que matar a toda Colombia para que
no me separen de mi esposa, lo haré
sin que me tiemble la mano".
Como arzobispo de Bucaramanga
su drama fueron las inconsecuencias y el
dogmatismo de la guerrilla y los métodos
expeditivos de los militares. Ambos se acusaban
unos a otros de los mismos pecados, pero
el arzobispo no los confundía: "Por
la huella de la bota en el barro sabía
cuáles eran los soldados y cuáles
los guerrilleros". Con todo, en ambos
lados le tenían confianza y acudían
a él como mediador.
Entre las condecoraciones
de aquella época, su favorita son
seis cartuchos de fusil disparados por ambos
bandos, que recogió entre dos fuegos
en una escaramuza de soldados y guerrilleros.
Él los ha hecho engastar juntos en
una base de plata con un nombre genérico:
Las balas de la paz.
Hoy se hace menos ilusiones.
Le parece que ni los guerrilleros ni el
gobierno tienen un proyecto concreto del
país que quieren hacer, y que al
cabo de cuarenta años de guerra hay
ya una generación con una mentalidad
y una cultura que no tienen mucho qué
ver con el resto de Colombia. "Cualquiera
de esos campesinos se siente con el poder
de un ministro y tiene un modo de vida que
ha conquistado con las armas", dice.
"De modo que el problema no es dialogar
sino negociar. Nadie está dispuesto
a entregar el poder que tiene sin que le
den algo, ni a dar a cambio de nada lo que
le ha costado hasta sangre".
Su actuación en
la presidencia del Celam fue decisiva sin
duda para su prominencia actual. Ronald
Reagan estaba empecinado en que la iglesia
de América Latina había tomado
el partido de la revolución armada
en complicidad con la guerrilla. El cardenal
lo convenció de que una cosa era
la complicidad y otra muy distinta eran
las coincidencias en la lucha contra la
injusticia social. En todo caso —precisó
el cardenal— actuaba dentro del Celam,
con autorización del Nuncio y siempre
ceñido al pensamiento de Juan Pablo
II.
No es muy sabido, por otra
parte, que intercedió ante el presidente
George Bush para que las tropas de Estados
Unidos no invadieran a Nicaragua bajo el
gobierno de los sandinistas. Su argumento
principal era que después de la apertura
de Gorbachov era necesario desligar el futuro
del pasado.
Sus diligencias diplomáticas
de entonces fueron tan intensas, y a la
vez tan sigilosas, que algunos periodistas
grandes tienen la certidumbre de que fue
mediador secreto entre Gorbachov y los Estados
Unidos en el proceso de distensión.
El cardenal lo niega con firmeza, pero también
con la melancolía con que se niega
un buen secreto del confesionario.
El reciente Jueves Santo,
cuando me contaba en su casa de Roma estas
memorias de sus años intrépidos,
no pude resistir la tentación de
preguntarle qué interés lo
inspiraba para implicarse en tantos enredos
terrenales. Su respuesta inmediata me erizó
la piel: "No les habría dedicado
ni cinco minutos, si no fuera por mi convicción
absoluta de que existe la vida eterna".
Desde el último
semestre de 1995 habían empezado
los rumores de que el arzobispo Castrillón
sería llamado a Roma. A un grupo
de obispos colombianos reunidos en el Vaticano,
a principios de 1996, el Papa los recibió
con una frase críptica: "Voy
a colombianizar la curia". Nadie lo
entendió hasta el primero de julio
de ese mismo año, cuando la Nunciatura
de Bogotá llamó de urgencia
al arzobispo para notificarle que había
sido nombrado Pro—prefecto del Clero,
con sede en Roma, lo cual le abría
el camino para que fuera hecho cardenal
en el consistorio siguiente.
Castrillón había
estado en Roma varias veces, conocía
al Papa, habían conversado sobre
América Latina y en especial sobre
Colombia. Sin embargo, cuando lo recibió
por primera vez como Pro—prefecto,
el Papa no lo saludó como siempre
con su nombre de pila —Darío—
sino con su segundo apellido: "Buenos
días, Hoyos". Él lo interpretó
como una señal secreta de que no
sería cardenal.
Se equivocó. El
23 de febrero de 1998, Darío del
Niño Jesús, hijo único
de Manuel Castrillón Castrillón
y María Hoyos Salas, nacido en Medellín
el 4 de julio de 1929 bajo el signo zodiacal
de los soñadores —Cáncer—
fue investido cardenal diácono de
la Santa Iglesia Católica como titular
del templo del Santísimo Nombre de
María en el Foro de Trajano. Con
él fueron consagrados veintiún
cardenales más de distintos lugares
del mundo, salvo el secretario de la Congregación
para la Evangelización de los Pueblos,
el croata Giuseppe Kuhac, que había
muerto la noche anterior. Otro, el arzobispo
de Lyon, Jean Baland, murió a los
dos meses. Al Pro—prefecto de los
Santos, el italiano Alberto Bovone, le impusieron
el capelo cardenalicio en una clínica
de Roma, y murió poco después.
Cada vez más seducido
por la naturalidad casera con que el cardenal
me contaba los grandes saltos de su vida,
le pregunté: "¿No se
asusta cuando le suceden estas cosas?".
Él me reveló su secreto en
paisa puro: desde sus tiempos de cura raso
inventó unas oraciones muy cortas,
casi instantáneas, y las reza sin
falta antes de asumir un riesgo grave. "Por
ejemplo —me dijo— siempre las
rezo antes de una entrevista". Y concluyó
divertido: "Sobre todo de ésta".
Han transcurrido sólo
catorce meses desde que fue consagrado,
pero se mueve con una seguridad de Pedro
por su casa tanto en la vida real de Italia
como en la fantasmal del Vaticano; responde
distraído a los guardias suizos que
se cuadran a su paso, y describe los lugares
y sus historias como un guía de turismo
profesional. No parece inquietarlo el vértigo
de ser mariscal de campo en un inmenso imperio
intemporal, con sólo 0.44 kilómetros
cuadrados y más de mil millones de
súbditos en la Tierra y todos los
santos del santoral. No perturba su buen
humor el hilo invisible que lo mantiene
en contacto con la tropa más grande
de la Historia: cuatrocientos y un mil curas
de base, que saben de él a diario
y reconocen en el computador su voz en siete
idiomas. Otros cuatrocientos mil que pertenecen
a monasterios y comunidades no dependen
de él, pero lo representan cuando
ejercen una acción parroquial, como
la prédica o el bautismo.
Su relación personal
con el Papa es buena y frecuente, y tiene
audiencia preferencial para asuntos de su
ministerio. Dos de las muchas restricciones
de la dignidad pontificia es que no se puede
hablar por teléfono, y los almuerzos
oficiales son siempre de trece en la mesa
—en memoria de la Última Cena—
contra la superstición pagana de
que uno de ellos ha de traicionarlo. "Los
traidores son sustituibles" se dice.
Pero el Papa suele hacer otros almuerzos
domésticos de sólo tres personas:
él mismo, más un invitado
y un testigo. En varias ocasiones, por motivos
diversos, el invitado ha sido el cardenal
Castrillón. Otros invitados habituales
son los cardenales Roger Etchegaray, de
Francia, y Camillo Ruini, de Italia. No
parece casual que ambos sean papables de
dominio público. Una distinción
reciente de Castrillón fue haber
sido uno de los dos ayudantes del Sumo Pontífice
en los actos de esta Semana Santa, y su
acólito en la misa crismal.
Son hechos cotidianos que
los augures acumulan como indicios de sucesión
a medida que se recrudecen los quebrantos
del Papa. En realidad todos los cardenales
son elegibles. Más aún: no
se requiere ni siquiera ser sacerdote ni
soltero. Cualquier varón bautizado
puede serlo, y en la historia de la cristiandad
hay casos notables. Los que favorecen a
Castrillón se fundan en su identificación
integral con la apertura de Juan Pablo II,
y en la evidencia de que éste lo
trata como un discípulo. En ese sentido
es válido pensar en los votos del
Tercer Mundo: Asia, África y América
Latina. Además, antes de hacerlo
cardenal el Papa le encargó la copresidencia
del Sínodo de las Américas,
reunión general de obispos que evaluó
las tareas cumplidas por la Iglesia y fijó
derroteros para el Tercer Milenio. De allí
se derivan sus posibilidades actuales de
concentrar los votos de los Estados Unidos
y Canadá. Total: cuatrocientos millones,
que es casi el cincuenta por ciento de los
católicos del mundo.
Este era el único
tema que nos faltaba por tratar el Sábado
de Gloria, después de tres días
con almuerzos e infusiones de manzanilla
a media tarde, además de un concierto
espléndido del tenor argentino José
Cura en la basílica de Santa María
de los Ángeles, y largas horas de
charlas y añoranzas. Pero cada vez
que quise sondear el pensamiento del cardenal
sobre los fuertes rumores de su candidatura
pontifical, me eludió con elegancia.
Y en el momento de la despedida sus razones
fueron más elegantes que nunca: "Espero
que Dios nos conserve este Papa muchos años
para que sea él quien rece sobre
mi tumba". Sin embargo, un amigo con
más suerte le preguntó si
le gustaría ser el escogido, y el
cardenal le contestó como un Papa: